martes, 17 de septiembre de 2013

Los cerezos

Resistencia, Chaco. 2013.















El sol golpea contra la corteza del árbol, que a pesar de su rigidez y rugosidad, filtra los rayos y estos llegan hasta el lago. Hace mucho tiempo que no pensaba en ese campo al cual pertenece una parte de su infancia. Tía Irene fue del campo a la ciudad para hacer caso de su pedido. Le dijo: “Debo evitar estresarme y me recomendaron aire fresco, creo que podrías buscarme para pasar una temporada en la casa de mis abuelos”. El día que abandona esa gigantesca ciudad para sanarse, la despide de espalda. No quiere voltear porque sabe que lo que allí queda carece de importancia.


Irene desocupa el cuarto que pertenecía a Renata, la madre de Carolina. Sacude el polvo de los muebles, que ahora se arremolina y busca un nuevo lugar donde asentarse, cambia las sábanas, abre las ventanas para que el dormitorio respire. Le dice que deje abierta las persianas para que el aire ingrese, que le vendrá bien para cuando quiera dormir, que los días son muy calurosos. Después Carolina baja, conversan un rato y cuando regresa al cuarto ya ordenado, encuentra unas abejas en la cortina blanca, despacio, las vuela con el periódico hacia el atardecer. Cierra los vidrios, no quiere dormir con abejas rondando por el dormitorio, no quiere que la distraigan con el zumbido e instalen el temor de un hinchazón repentino.
       Esa noche en la cocina, Carolina arrastra la mirada, pero no hace foco en nada de lo que se encuentra sobre la mesada, hasta que allá, detrás de unas bandejas de mimbre, descubre los frascos con mermeladas. Tía Irene cocina muy bien y las mermeladas son su especialidad. Las hay de naranja, de manzana y de higo, detrás de estas, las de cerezas. Le pregunta dónde encontró cerezas, si hasta donde ella recuerda no hay cerezos en el campo del abuelo. Irene le contesta que los encontró a unos kilómetros, en un claro cerca del río.
      Ya se ha pasado unos días encerrada, hace días que no habla por teléfono ni utiliza la computadora. Ahora Carolina, un tanto agotada por la tranquilidad del lugar, decide recorrer los alrededores. Percibe mejoras en su salud. Recuerda el detalle de los cerezos y hacía allí se dirige. Como se siente mejor, decide arreglarse un poco más, ya no altera su ropa entre blancos, negros y grises, esta vez usa flores estampadas en un vestido liviano. Camina bajo del sol, pero antes cubre su cabeza con una capelina que pertenecía a su madre y la piel con aceite para tomar algo de color. Mientras pasea junta flores, intenta adivinar sus nombres, sabe que en realidad no quiere encontrar los cerezos, más bien busca aire y el arrullo del agua que siente que corre.
      No vio los árboles, a lo mejor como fue un comentario al pasar, su tía no se lo explicó muy bien y por eso lo impreciso de la ubicación. Ahora lo que había comenzado siendo unas florcitas tomadas al azar se transformó en un importante ramo de flores con el cual pretende adornar su cuarto, otro signo de su mejoría, piensa. Como el sonido del fluir del agua se hace más claro, sabe que pronto llegará y podrá, por fin, enfriar sus pies que nota bastante hinchados por la larga caminata bajo el sol. Recorre unos metros más en busca del río y descubre un par de abejas prendidas entre los pliegues del vestido, luego otras un poco más abajo, en el volado. Las espanta con las flores pero de pronto descubre que son varias las que la rodean. Comienza a correr, pero antes golpea cada vez más fuerte a las abejas que se enredan en el mechón de cabello suelto y en los bordes de la capelina. El aroma de las flores está esparcido por todo su cuerpo. Ya no sabe cuántas son, pero descubre que las abejas que la asedian son mucho más en número y que además, haber corrido mucho, no ayudó a disiparlas. Entonces ve algunas en su cuello, otras en las piernas, pierde el sentido de la ubicación, no sabe muy bien dónde es que se encuentra, siente que ha estado corriendo en círculo y cuando levanta la vista allí están los cerezos atestados de abejas que ahora se abalanzan sobre su cuerpo aromado de flores y empapado de sudor, con restos de pétalos pegados por el aceite que se puso para broncearse.     
       La escena es pavorosa, ella de pie delante de una serie de cerezos colmados de abejas que zumban y bailan como si fuera todo fuera parte de una danza macabra. Se mantiene quieta, presa de lo que sus ojos le dicen que debe, o no, hacer. Pero esto no es cierto, porque en realidad, su cuerpo ya recibió muchas picaduras, y es que las abejas se dieron tiempo de atacar su cuerpo mientras ella corría cortando el aire en vano con un ramo ya sin flores. 

Carolina está vencida en el suelo, lo que hace que los cerezos parezcan mucho más monstruosos. Ella, tendida en el suelo con la boca seca, esperará que alguien la salve de ser este personaje infortunado. 

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